Alicia, la del país de las pesadillas.

Ayer cerré un ciclo en mi vida. Un ciclo largo, tal vez importante. Tres años menos dos meses de docencia en la misma institución terminaron en un instante. Alguna vez me sucedió escuchar conversaciones que no debí escuchar, o recibir mensajes que no tendrían que ser para mí, o leer textos que de ninguna manera me hacían bien, y en alguno de esos momentos supe que el que busca encuentra y dejé de buscar, porque a veces los hallazgos hacen daño.




Pero ayer fue distinto, hablé para exigir que se cumpliera un acuerdo y en vez de eso, por falta de atención del otro lado de la línea, escuché una serie de comentarios (de una tipa que llamaremos Alicia y quien la conoce sabe a cuál me refiero) que yo no podía dejar pasar por alto; con todo y mi primera intención de volver a hablar para mentar madres, en un arrebato de prudencia decidí que sólo hablaba, otra vez, para hacer respetar dicho acuerdo (el horario de entrada al trabajo).



Después, ya con la temblorina que provoca la rabia y la dignidad, hablé para renunciar. Porque uno puede necesitar cierto trabajo, pero bajo ninguna circunstancia puede tolerar que la vida personal se mezcle con la laboral. Y, sobre todo, no puede vender la ética, la integridad, el tiempo, la estabilidad emocional y un chorro de cosas más, por unos pesos. Siempre que se trató de trabajo, tuve la inteligencia para aceptar críticas y sugerencias, pero se rompieron las barreras del respeto.



Mi jefa me preguntó por qué no me quedaba a terminar el ciclo en secundaria, sólo reafirmé mi negativa: si los alumnos con los cuales uno se involucra no tienen el más mínimo interés por aprovechar las circunstancias que les brinda la vida, yo no tengo por qué sacrificar mi hígado; si ellos no han mostrado una evolución considerable (o mínima) en el tiempo que compartimos, no hay por qué seguir adelante. Uno defiende y lucha por lo que cree bueno para todos, cuando no hay nada ni nadie qué defender, la lucha es inútil.



El sistema educativo es una mafia a la cual no me gusta pertenecer. Cuando por un lado son las competencias con las cuales debe evaluarse el aprovechamiento académico y por el otro el el dinero el que en realidad determina esa evaluación, la educación se convierte en una farsa, en donde las instituciones llevan como bandera el compromiso de hacer de los estudiantes individuos capacitados para enfrentar la vida, pero en realidad lo que intentan es incrementar la matrícula (y con ella, obviamente, los ingresos).



Lo que en verdad le interesa a la escuela es alcanzar un primer lugar estadístico a nivel zona, no importa que los números estén irrisoriamente maquillados. De pronto ese conformismo me parece terrible: lo que cuenta son los dieces, u ochos (o ya de menos séises). Ejemplo: el examen teórico tiene un valor de 60%, y las rúbricas un absurdo 40%, pero si un alumno decide echar la weba olímpicamente, no puede sacar cero, el sistema de la zona le regala un cinco, supongo que por el simple hecho de pertenecer a ésta; luego, como la asistencia forma parte de la evaluación, el cinco se convierte en seis; además, una política interna, en orígen interesante, promueve que la mínima aprobatoria es siete, entonces hay que dejar trabajos extra para que en un último intento los estudiantes acrediten la materia, aunque sea de una forma tan mediocre.



No quiero decir que las cosas estén del todo mal. Ni que todo el equipo de trabajo de la institución sea incapaz de llevar las riendas de la escuela, muy por el contrario creo que es gente muy capaz que no tiene otra opción, que hace lo que puede para ir contra corriente y que, como yo, no sabe cómo explicar este malestar. Pero como dicen, siempre hay un negrito en el arroz.



Tal vez, sólo tal vez, se trate de que no me supieron explicar, o no supe entender, cómo se maneja esto de la enseñanza; que he encontrado en la lengua el refugio perfecto, un escape del mundo que cada vez está como más raro y quise compartirlo y no me conformé con un@; que de pronto, aunque no duelan, las puñaladas traperas sorprenden con todo y que se les espera; que según la filosofía popular, un final representa el comienzo de algo mejor, así que espero que para todos aplique; que voy a extrañar a la gente que quiero, las travesuras incomprensibles de mis alumnos de bachillerato (incendiar un pino, destrozar un pizarrón, agarrarse a patadas y tubazos, o emborracharse a la menor provocación); que me voy en paz y espero que nos volvamos a encontrar en mejores circunstancias (salvo una excepción).

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